“Sólo quiero tener leones en mi Regimiento”, General José de San Martín.

A cuatro días de la instalación de la Asamblea del Año XIII, en que se confirmó la Revolución de Mayo al abolirse la soberanía del Monarca de España, sustituyéndola por la del pueblo, le correspondió a San Martín acentuar en los hechos de la guerra la voluntad de la Argentina naciente.

Fue a orillas del Paraná, el río cuyas aguas ya habían reflejado la aurora celeste y blanca de la bandera. Fue en San Lorenzo. Triunfante en tierra la cruzada emancipadora, el dominio de los ríos estaba en manos hispanas. Desde el Montevideo real, sitiado por las fuerzas patriotas, los antiguos señores del Plata lanzaban sus embarcaciones armadas, sembrando el desconcierto en las grandes corrientes fluviales. Una escuadrilla adversaria comenzó a remontar el Paraná.

El gobierno de Buenos Aires, en conocimiento de la nueva expedición, encomendó al coronel de granaderos que, con sus hombres adiestrados por él, la siguiese a lo largo de la costa. Once buques componían aquella fuerza hostil. Más de 300 hombres iban a bordo. No eran sino 125 los soldados de que disponía San Martín. El 30 de enero, las naves españolas llegaron frente a la barranca cerca de la cual se alzaba el convento de los frailes franciscanos.

Desembarcaron 100 hombres, dispuestos a recoger víveres de cualquier manera. Contra ellos avanzó don Celedonio Escalada, comandante de Rosario, que luego de hostilizar al enemigo tuvo que replegarse bajo el fuego de los cañones.

Al conocer San Martín la novedad, forzó la marcha. Cuando llegó al convento, halló desiertas todas las celdas. Dispuso que su gente se acomodaba en el patio, ordenando no encender fuego ni hablar en voz alta. Como bien lo anotó Guillermo Parish Robertson, testigo de estos  acontecimientos, aquellos granaderos “hacían recordar a la hueste griega que entrañara el caballo de madera tan fatal a Troya”. Observó el viajero cómo el Libertador, provisto de un anteojo de noche, escudriñaba en la sombra para cerciorarse del movimiento de la escuadrilla y cómo después estudiaba serenamente el terreno en que, según sus cálculos, debía producirse la batalla. Todo lo proveía su genio.

Amaneció el 3 de febrero. Desde lo alto de la torre, San Martín vio los preparativos de desembarco que hacían los españoles. No tardaron en llegar a tierra las embarcaciones cargadas de combatientes. Eran las 5:30 cuando avanzaban dos columnas de infantería, en formación de combate.

Sin que ningún grito turbase la calma del convento, el jefe argentino arengó a sus tropas. Iban a entrar por primera vez en pelea y no debían disparar un solo tiro. Tenían que confiar en sus aceros: sable y lanza. Se puso al frente del segundo escuadrón, confiando el mando del primero al capitán Justo Bermúdez, de quien se despidió hasta el encuentro en medio de las columnas adversarias.

Los sones de pífanos y tambores con que ritmaba su marcha los que acababan de desembarcar fueron cortados de pronto por la primera clarinada que en los campos de batalla de América daban los granaderos. La caballería criolla salió de su refugio. San Martín lo hizo por la izquierda del monasterio. Fue él quien primero chocó contra los invasores. En vano dispararon los hispanos sus cañones. La rapidez y la violencia de las cargas de los jinetes les impidieron organizar sus cuadros.

En medio de la lucha, cayó herido de muerte el caballo que montaba San Martín, quién quedó aprisionado por el cuerpo del animal. En combate a arma blanca que se desarrollaba en su torno, el Libertador recibió una herida en la cara. Iba a ultimarlo con bayoneta un adversario, cuando se interpuso el puntano Baigorria. Simultáneamente, el correntino Cabral ofrendaba su vida para salvar la del jefe.

En tres minutos se había decidido la victoria de un combate que duró un cuarto de hora. Las tropas de desembarco huyeron, dejando en el terreno 40 muertos y 14 prisioneros, entre ellos el abanderado. Ya canjeados los prisioneros y aguas abajo la escuadrilla maltrecha, San Martín se sentó a la sombra de un pino para escribir el parte del combate. El pino todavía existe. La victoria resuena permanentemente…

El hombre sabe la presencia del tiempo, apenas un instrumento de Dios en el tiempo.

La historia, que es un registro del tiempo, es quien mejor juzga sus actos, adjudicándole su exacto tamaño. Si las generaciones se borraran como la lluvia borra el polvo de las hojas de los árboles, el escepticismo y la más corrosiva de las congojas acabarían con la esperanza, que es aliento del tiempo y la única forma que rige las acciones más generosas del ser humano. El esfuerzo de una persona sólo es mensurable con relación a sí mismo. Todo lo demás es eventual, pasajero y cambiante.

Por: Ernesto Martinchuk, periodista

Redacción 4SEMANAS

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